viernes, 9 de mayo de 2008

Tercer día



El mar se agitaba imparable y se extendía sobre la faz de la tierra; sus corrientes conducían la masa de agua en todas direcciones. Era el día tercero, cuando se ordenó que todas las aguas de debajo del cielo se juntaran en un solo sitio.

Pero ese mismo día, cuando aparecieron los continentes, el mar fue a encontrarse con la montaña, que se alzó imponente frente a él con toda su majestad. Al principio el mar chocaba con violencia con ella, pues tenía todavía formas muy abruptas. Esto no gustaba al mar, que veía a la montaña como un obstáculo con formas hostiles, y todavía menos a la montaña cuando sentía el empuje imparable de toda aquella masa de agua que intentaba disgregarla.

Poco a poco el mar se fue haciendo más manso, y en lugar de romper las rocas de la montaña las fue modelando; fue lamiendo sus contornos, y la montaña, antes áspera, fue adquiriendo gracias al mar una silueta más delicada. Esto agradó a la montaña; y también al mar, ya que éste ahora se movía con mayor fluidez al encuentro con la misma.

Así la montaña, con sus formas redondeadas acompañaba el movimiento del mar en su fluir eterno. La montaña, agradecida, se sintió en deuda con el mar. Por ello lo adorna con una orla de espuma cada vez que se acerca para redibujar su límite.

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