jueves, 1 de mayo de 2008

Atardecer en el Támesis



La tarde se viste fría y húmeda al despertar el ocaso, y la calma sustituye el resplandor convertido ahora en débil luz. Filtrados por la espesura arbórea que bebe de la corriente incesante de un flujo lineal, los rayos de luz, antes radiantes de un sol en esplendor, se disuelven pálidos en las aguas que arrastran la oscuridad de la tierra bajo mis pies; la penumbra de un mundo oculto parece asomarse ante la tregua que le da el día.

Empieza a anochecer, y con la noche se oculta la evidencia que da paso a las sombras, penumbras que hacen homogéneo lo que antes la luz se esforzaba en matizar. Tiempo de silencio; tiempo de espera. Acaba el día en el Támesis y la atmósfera se hace gris en torno a él. Y el gris se hará oscuro y cubrirá con su velo oscuro el agua abandonada, el verde abandonado, abandonados por los destellos que antes los hicieron vibrar.

Ahora sólo esperan, pacientes, con la certeza de que con la aurora, de nuevo, lo velado se desvelará y adquirirá un rostro nuevo, que se vestirá de nuevo de claridad, con una luz nueva aún no usada. Pero por ahora sólo empiezan a dormir.

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