domingo, 3 de agosto de 2008

Sant'Ivo alla Sapienza



Todavía hay luz en la última hora de la tarde, cuando el débil resplandor hace vibrar el travertino del patio de Sant’Ivo. Tomo notas del lugar en el que, llegada la noche, tendrá lugar un evento singular.

En la cálida noche romana, materia y sonido, conjugados ambos con el número, se abrazarán al confrontar sus proporciones, y Arquitectura y Música hablarán un lenguaje abstracto común.
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Se abrazarán, cuando los cortes de las piedras de aquélla reflejen los armónicos de ésta, y la piedra milenaria volverá a vibrar, esta vez bajo la luz naciente de este sublime encuentro.

El destino querrá que esas formas y esos sonidos, hijos de un mismo tiempo, vuelvan a encontrarse y dialoguen de nuevo, y muestren el espíritu de una época que les era común.

Dialogarán, cuando el sonido, sometido a relaciones numéricas dinámicas, haga que las proporciones de la materia, ahora petrificadas, se estremezcan y olviden su condición estática que le es natural.

Al finalizar mi dibujo cojo el autobús en Corso Rinascimento. Llego a casa y me preparo para volver al concierto; en la puerta me esperará Jan, antes de que la música de Le Quattro Stagioni suene en el bello recinto que por la tarde fue un patio abierto al cielo, y que la noche transformará en un auditorio cubierto de un intenso azul oscuro embriagador, salpicado por una constelación ornamental.

martes, 8 de julio de 2008

En el estudio



Las hojas secas delatan mi presencia en el silencio del jardín, vestido de color, cuando recorro el tapiz sobre la grava del patio, tejido con los abundantes destellos cromáticos que las ramas no pudieron contener.

Descubro que la tierra respira y destila una fragancia fresca cuando el fuego estival se hace débil en la hora vespertina, y el coger la bicicleta al acabar el trabajo se convierte en un acontecimiento que habla a los sentidos.

viernes, 9 de mayo de 2008

Tercer día



El mar se agitaba imparable y se extendía sobre la faz de la tierra; sus corrientes conducían la masa de agua en todas direcciones. Era el día tercero, cuando se ordenó que todas las aguas de debajo del cielo se juntaran en un solo sitio.

Pero ese mismo día, cuando aparecieron los continentes, el mar fue a encontrarse con la montaña, que se alzó imponente frente a él con toda su majestad. Al principio el mar chocaba con violencia con ella, pues tenía todavía formas muy abruptas. Esto no gustaba al mar, que veía a la montaña como un obstáculo con formas hostiles, y todavía menos a la montaña cuando sentía el empuje imparable de toda aquella masa de agua que intentaba disgregarla.

Poco a poco el mar se fue haciendo más manso, y en lugar de romper las rocas de la montaña las fue modelando; fue lamiendo sus contornos, y la montaña, antes áspera, fue adquiriendo gracias al mar una silueta más delicada. Esto agradó a la montaña; y también al mar, ya que éste ahora se movía con mayor fluidez al encuentro con la misma.

Así la montaña, con sus formas redondeadas acompañaba el movimiento del mar en su fluir eterno. La montaña, agradecida, se sintió en deuda con el mar. Por ello lo adorna con una orla de espuma cada vez que se acerca para redibujar su límite.

jueves, 1 de mayo de 2008

Santa Maria del Fiore



La plaza de la catedral es un hervidero de gente procedente de todas las calles que confluyen en la misma; la multitud entra y sale de ésta en un movimiento continuo. En la mañana del último día del año 2007 se reúnen cientos de personas que se congregan bajo la cúpula azul de un cielo inmaculadamente limpio, de la cual pasan a través de un tamiz verde y blanco a otra cúpula casi tan grande como la primera, donde el azul se transforma en una inmensa superficie afrescada que nos traslada al momento en que llegará el atardecer de la vida, cuando seremos examinados.

“Ciao ragazzi! Cosa fatte stasera? Vi posso consigliare qualcosa?” La pregunta se repite como una letanía por parte de unos jóvenes que dan información sobre las posibilidades que ofrece la antigua República de Florencia en la frenética noche que dará paso al nuevo año. A los que disponen de coche se les aconseja, además de las que hay en la ciudad, alguna fiesta in campagna; aquellos que no tienen vehículo se deberán conformar con las que haya en el núcleo urbano –generalmente fiestas que suelen acabar más temprano y que, por otra parte, no disfrutarán de las colinas toscanas que modelan la topografía circundante–.

Dibujo de pie, sin poderme apoyar en la pared, pues el mejor punto de vista lo encuentro en medio de la calle, en la que llega tangente a la fachada de la catedral. Al principio me desconcierta la corriente de personas que discurre alrededor de mí, pero a medida que avanzo me voy olvidando del ruido y sólo veo relaciones geométricas en una realidad exclusivamente arquitectónica. Esta vez no he traído mi estilográfica y dibujo con un rotulador de punta muy fina que requiere otro tipo de trazo. Pronto me habitúo, y las líneas van fluyendo con delicadeza, definiendo y redefiniendo los contornos, y plasmando en el lienzo blanco un evento petrificado que re-creo al mirarlo y delinearlo. Tengo tiempo suficiente, así que dibujo con calma; sé que tardarán en venir.

El acto de dibujar me sumerge en la soledad, soledad del que busca una síntesis de aquello que le rodea, del que indaga las leyes que rigen el cosmos en el que habitamos. Dibujar es descifrar códigos más o menos complejos y hacer evidente su resolución; es manifestar la geometría que subyace en aquello que nos rodea. Porque los objetos hablan de su lado íntimo, de sus relaciones veladas, que descubrimos cuando escuchamos atentos su respuesta tras haberles preguntado acerca de su esencia. Ante esto, el dibujo se presenta como epifanía de la ley que impera en lo creado.

Nos encontramos por fin frente al baptisterio. El sol sigue luciendo límpido, y en mi pecho mi corazón se alegra al distinguir caras conocidas. Recorremos las calles de la ciudad, salpicadas por citas de la Divina Comedia esculpidas en placas de piedra que cuelgan de las paredes de los edificios. Hacemos una breve pausa para comer pizza al taglio y continuamos nuestro deambular por unas vías que sólo saben ofrecer perfección con sus formas en plena armonía con el todo; forma, color y textura hablan un lenguaje común que canta una melodía cautivadora, y nos transporta a un siglo en que aquello que no era bello estuvo desterrado y anduvo errante en la lejanía.

Llega el atardecer del día y volvemos al escenario inicial; doblan las campanas de la catedral desde lo alto del campanile, haciendo vibrar la atmósfera, y llamando a los fieles a la celebración vespertina: misa de acción de gracias presidida por el cardenal y canto del Te Deum. El inicio inminente de la ceremonia nos impide acceder al duomo para desde ahí subir a la linterna de la cúpula y divisar la ciudad y la campagna fundidas ya bajo el velo de luz tenue que anticipa la noche.

El acceso a la cúpula está cerrado, pero el campanario seguirá abierto y nos llamará; llamará al oficio a los fieles, y nos llamará también a nosotros, con el tañido solemne de sus campanas, a recorrerlo en su altura y a divisar la belleza que ofrece la urbe en su crepúsculo. Subiremos, recorriendo sus entrañas –piedra marrón, tosca, que contrasta con el acabado marmóreo del exterior, verde y blanco, que luce una factura muy refinada–, divisando la ciudad que se va vistiendo de luz para protegerse de la oscuridad fría y húmeda que acompaña al anochecer. Y en lo alto, la cúpula se mostrará de nuevo, cercana esta vez, aunque siempre imponente, apuntando al cielo con su majestuosidad, presumiendo por haber desafiado victoriosa la ley de la gravedad.

Es la última noche del año 2007; la plaza de la catedral se va quedando vacía. Desde la entrada al campanario, mientras hacemos la cola para subir, redescubrimos la calle en su desnudez, despojada del bullicio que la engalanaba durante el día. Ahora la calma constituye el preámbulo de un final que anticipará a su vez un inicio. Y el silencio dará paso de nuevo a la agitación, esta vez revestida de novedad.

San Pietro in Montorio



El ascenso a San Pietro in Montorio desde el Trastevere se realiza a través de una subida bastante pronunciada. Un via crucis acompaña a lo largo del recorrido y anticipa el acontecimiento dramático que tuvo lugar sobre la colina del Gianicolo en un tiempo ya lejano. La frondosa vegetación tras el muro a la izquierda invade el pasaje y las raíces han ido levantando el pavimento, dotando al plano del suelo de una configuración geométrica irregular.

Ya sobre la colina, en uno de los patios del antiguo convento franciscano, se alza imponente la que probablemente sea la obra de menor tamaño y mayor monumentalidad de la Historia de la Arquitectura. Ceñida por un recinto para el cual parece no haber sido concebida, se muestra al exterior a través de un vano con una reja, protegida como si de un precioso tesoro se tratara.

La cancela está cerrada, pero entro al interior del patio a través de un acceso lateral tangente al mismo que me adentra en la intimidad del templete. Al aproximarme al lugar unas palabras resuenan en mi interior: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.” En este lugar estas palabras se cumplieron y la Arquitectura allí erigida da testimonio de ello. En este lugar el apóstol Pedro extendió los brazos, y la cruz en la que fue clavado descansó en un punto señalado hasta el día de hoy con tan sublime composición. Soberbia arquitectura para significar tan magno acontecimiento.

Un banco de madera a la derecha de la reja permite que el visitante se detenga a contemplar tan perfectas proporciones; pero sentado en él la visión se me presenta oblicua, y por ello desplazo el banco y lo sitúo delante del hueco que comunica con el exterior, para encontrarme con el templete frente a frente.

Este año Marta está en la Academia con la beca de Arquitectura. Cuando acabo de tomar mis notas entro a visitarla. En la puerta un becario está sacando sus pertenencias embaladas; tiene que dejar libre la habitación para el que vendrá a ocuparla el curso siguiente. Bajo el envoltorio de papel marrón se intuyen lienzos y otros objetos de menor tamaño. Marta me dice, mientras toma un té en la cocina, que también ella se irá dentro de poco tiempo. En su voz se adivina una cierta tristeza por abandonar uno de los lugares más maravillosos del mundo, privilegio sólo de unos cuantos.

El tiempo transcurrirá y transformará en pasado un presente tan efímero que casi no llegó a tener lugar, y la memoria, a veces débil, tenderá a atenuar tan bellos recuerdos. Entonces esos caros objetos envueltos hoy en vulgar papel marrón harán que perviva esta época dorada, pero ya convertida simplemente en un hermoso pretérito.

Atardecer en el Támesis



La tarde se viste fría y húmeda al despertar el ocaso, y la calma sustituye el resplandor convertido ahora en débil luz. Filtrados por la espesura arbórea que bebe de la corriente incesante de un flujo lineal, los rayos de luz, antes radiantes de un sol en esplendor, se disuelven pálidos en las aguas que arrastran la oscuridad de la tierra bajo mis pies; la penumbra de un mundo oculto parece asomarse ante la tregua que le da el día.

Empieza a anochecer, y con la noche se oculta la evidencia que da paso a las sombras, penumbras que hacen homogéneo lo que antes la luz se esforzaba en matizar. Tiempo de silencio; tiempo de espera. Acaba el día en el Támesis y la atmósfera se hace gris en torno a él. Y el gris se hará oscuro y cubrirá con su velo oscuro el agua abandonada, el verde abandonado, abandonados por los destellos que antes los hicieron vibrar.

Ahora sólo esperan, pacientes, con la certeza de que con la aurora, de nuevo, lo velado se desvelará y adquirirá un rostro nuevo, que se vestirá de nuevo de claridad, con una luz nueva aún no usada. Pero por ahora sólo empiezan a dormir.