jueves, 1 de mayo de 2008

Santa Maria del Fiore



La plaza de la catedral es un hervidero de gente procedente de todas las calles que confluyen en la misma; la multitud entra y sale de ésta en un movimiento continuo. En la mañana del último día del año 2007 se reúnen cientos de personas que se congregan bajo la cúpula azul de un cielo inmaculadamente limpio, de la cual pasan a través de un tamiz verde y blanco a otra cúpula casi tan grande como la primera, donde el azul se transforma en una inmensa superficie afrescada que nos traslada al momento en que llegará el atardecer de la vida, cuando seremos examinados.

“Ciao ragazzi! Cosa fatte stasera? Vi posso consigliare qualcosa?” La pregunta se repite como una letanía por parte de unos jóvenes que dan información sobre las posibilidades que ofrece la antigua República de Florencia en la frenética noche que dará paso al nuevo año. A los que disponen de coche se les aconseja, además de las que hay en la ciudad, alguna fiesta in campagna; aquellos que no tienen vehículo se deberán conformar con las que haya en el núcleo urbano –generalmente fiestas que suelen acabar más temprano y que, por otra parte, no disfrutarán de las colinas toscanas que modelan la topografía circundante–.

Dibujo de pie, sin poderme apoyar en la pared, pues el mejor punto de vista lo encuentro en medio de la calle, en la que llega tangente a la fachada de la catedral. Al principio me desconcierta la corriente de personas que discurre alrededor de mí, pero a medida que avanzo me voy olvidando del ruido y sólo veo relaciones geométricas en una realidad exclusivamente arquitectónica. Esta vez no he traído mi estilográfica y dibujo con un rotulador de punta muy fina que requiere otro tipo de trazo. Pronto me habitúo, y las líneas van fluyendo con delicadeza, definiendo y redefiniendo los contornos, y plasmando en el lienzo blanco un evento petrificado que re-creo al mirarlo y delinearlo. Tengo tiempo suficiente, así que dibujo con calma; sé que tardarán en venir.

El acto de dibujar me sumerge en la soledad, soledad del que busca una síntesis de aquello que le rodea, del que indaga las leyes que rigen el cosmos en el que habitamos. Dibujar es descifrar códigos más o menos complejos y hacer evidente su resolución; es manifestar la geometría que subyace en aquello que nos rodea. Porque los objetos hablan de su lado íntimo, de sus relaciones veladas, que descubrimos cuando escuchamos atentos su respuesta tras haberles preguntado acerca de su esencia. Ante esto, el dibujo se presenta como epifanía de la ley que impera en lo creado.

Nos encontramos por fin frente al baptisterio. El sol sigue luciendo límpido, y en mi pecho mi corazón se alegra al distinguir caras conocidas. Recorremos las calles de la ciudad, salpicadas por citas de la Divina Comedia esculpidas en placas de piedra que cuelgan de las paredes de los edificios. Hacemos una breve pausa para comer pizza al taglio y continuamos nuestro deambular por unas vías que sólo saben ofrecer perfección con sus formas en plena armonía con el todo; forma, color y textura hablan un lenguaje común que canta una melodía cautivadora, y nos transporta a un siglo en que aquello que no era bello estuvo desterrado y anduvo errante en la lejanía.

Llega el atardecer del día y volvemos al escenario inicial; doblan las campanas de la catedral desde lo alto del campanile, haciendo vibrar la atmósfera, y llamando a los fieles a la celebración vespertina: misa de acción de gracias presidida por el cardenal y canto del Te Deum. El inicio inminente de la ceremonia nos impide acceder al duomo para desde ahí subir a la linterna de la cúpula y divisar la ciudad y la campagna fundidas ya bajo el velo de luz tenue que anticipa la noche.

El acceso a la cúpula está cerrado, pero el campanario seguirá abierto y nos llamará; llamará al oficio a los fieles, y nos llamará también a nosotros, con el tañido solemne de sus campanas, a recorrerlo en su altura y a divisar la belleza que ofrece la urbe en su crepúsculo. Subiremos, recorriendo sus entrañas –piedra marrón, tosca, que contrasta con el acabado marmóreo del exterior, verde y blanco, que luce una factura muy refinada–, divisando la ciudad que se va vistiendo de luz para protegerse de la oscuridad fría y húmeda que acompaña al anochecer. Y en lo alto, la cúpula se mostrará de nuevo, cercana esta vez, aunque siempre imponente, apuntando al cielo con su majestuosidad, presumiendo por haber desafiado victoriosa la ley de la gravedad.

Es la última noche del año 2007; la plaza de la catedral se va quedando vacía. Desde la entrada al campanario, mientras hacemos la cola para subir, redescubrimos la calle en su desnudez, despojada del bullicio que la engalanaba durante el día. Ahora la calma constituye el preámbulo de un final que anticipará a su vez un inicio. Y el silencio dará paso de nuevo a la agitación, esta vez revestida de novedad.

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